Había en la India milenaria un rey que poseía una riqueza tan abundante, que nadie se explicaba cómo un monarca tan poderoso podía practicar una espiritualidad tan profunda, que lo inclinaba a ser indiferente a los grandes tesoros que había en su palacio.
Movido por la curiosidad, uno de sus súbditos quiso averiguar cuál era el secreto que tenía el soberano para evitar ser deslumbrado por las joyas, el oro y los lujos excesivos que abundaban en sus aposentos.
Un día, logró que el monarca lo recibiera y, después de las reverencias que exige el protocolo, el hombre le preguntó:
—Majestad: ¿cómo le hace para cultivar tanta espiritualidad en medio de tamaña riqueza?
—Te lo revelaré —dijo el rey con acento autoritario—, si recorres todo mi palacio para que constates la magnitud de lo que poseo. Pero con una condición: tienes que llevar en tus manos una vela encendida. Si se te apaga, morirás decapitado.
El súbdito tomó la vela encendida que le dio el chambelán e hizo el recorrido.
Cuando terminó el azaroso paseo, el rey le preguntó:
—¿Qué piensas de las riquezas que poseo?
—La verdad —contestó el hombre temblando—, caminaba tan preocupado de que la flama no se me apagara, que no pude ver nada.
—¡Pues, ese es mi secreto! —vociferó el monarca—. Me ocupo tanto en avivar mi llama interior, que las riquezas de afuera no me interesan.
Cuento sufí
Había en la India milenaria un rey que poseía una riqueza tan abundante, que nadie se explicaba cómo un monarca tan poderoso podía practicar una espiritualidad tan profunda, que lo inclinaba a ser indiferente a los grandes tesoros que había en su palacio.
Movido por la curiosidad, uno de sus súbditos quiso averiguar cuál era el secreto que tenía el soberano para evitar ser deslumbrado por las joyas, el oro y los lujos excesivos que abundaban en sus aposentos.
Un día, logró que el monarca lo recibiera y, después de las reverencias que exige el protocolo, el hombre le preguntó:
—Majestad: ¿cómo le hace para cultivar tanta espiritualidad en medio de tamaña riqueza?
—Te lo revelaré —dijo el rey con acento autoritario—, si recorres todo mi palacio para que constates la magnitud de lo que poseo. Pero con una condición: tienes que llevar en tus manos una vela encendida. Si se te apaga, morirás decapitado.
El súbdito tomó la vela encendida que le dio el chambelán e hizo el recorrido.
Cuando terminó el azaroso paseo, el rey le preguntó:
—¿Qué piensas de las riquezas que poseo?
—La verdad —contestó el hombre temblando—, caminaba tan preocupado de que la flama no se me apagara, que no pude ver nada.
—¡Pues, ese es mi secreto! —vociferó el monarca—. Me ocupo tanto en avivar mi llama interior, que las riquezas de afuera no me interesan.
Cuento sufí