Como el sabueso, afanoso, busca su alimento; así, incansable y decidido, un joven andaba en pos de la verdad. Y aunque de cuando en cuando lograba encontrar maestros que le transmitían algunas enseñanzas valiosas, ningún conocimiento acababa de satisfacerle. Por más que buscaba, exploraba y escudriñaba textos de todos tipos, no lograba encontrar la doctrina que lo condujera al hallazgo de lo que más anhelaba: la paz interior. Se había pasado la vida enfrascado en una búsqueda febril y apasionada, deambulando por aldeas y pueblos convertido en la imagen misma de la más atormentada insatisfacción.
A pesar de que en su constante y esmerada búsqueda espiritual había consultado maestros, guías espirituales, eremitas y monjes, ningún consejo o enseñanza saciaba su sed de verdad.
Hago la aclaración de que nuestro joven andaba en los extremos. Junto con su deseo anhelante de sabiduría que lo impulsaba a conocer lo espiritual, también había tenido intensas experiencias con los desenfrenos y placeres que produce la diversión y sus intensas aventuras mundanas lo habían llevado también, a disfrutar de lujos de todo tipo. Quiero decir que exploraba tanto el terreno de lo sagrado como el de lo profano. Sabía mucho de religiones y de tradiciones espirituales, pero también había estado con mujeres voluptuosas y atractivas, disfrutado de viajes de ensueño y participado en aventuras de todas clases. Sin embargo, su insatisfacción iba en aumento. La inquietud que lo invadía, hacía que se consumiera en un fuego abrasador. Por eso, su búsqueda no cesaba.
Aunque era joven todavía, las canas de la zozobra comenzaban a blanquear su cabello, el antiguo brillo de sus ojos se había convertido en sombra de melancolía y la risa había huido para siempre de su rostro. Ahora, la insatisfacción era su eterna compañera y lo atormentaba como un chacal que sacia su apetito mordiendo su corazón.
En una ocasión, oyó hablar de un sabio que vivía en las altas planicies del Tíbet. Sin pensarlo dos veces, y como disponía de tiempo y de recursos económicos para hacerlo, viajó hasta el país de las eternas nieves.
Apenas puso sus pies en el lugar, recorrió pueblos y aldeas preguntando por Tenzin, el conocido sabio solitario. Cuando le pareció que uno de los muchos informes que le daban era de fiar, se dirigió hacia el lugar que le habían señalado como la morada del sabio.
Era una minúscula ermita a la orilla de un estrecho camino que trepaba por una empinada ladera de la montaña. Nuestro joven subió como pudo la inclinada cuesta y llegó hasta la rústica vivienda. Como encontró la puerta abierta, en la semipenumbra del interior pudo divisar la silueta del sabio; sin embargo, no se atrevió a entrar. Lo único que se le ocurrió hacer fue sentarse en el suelo frente a la puerta.
Así, sin moverse de su posición más que para satisfacer sus necesidades fisiológicas más urgentes, se pasó dos días. A media mañana del tercero, el sabio salió de su refugio y se sentó a su lado.
— Saber esperar es importante —le dijo con una calma apacible—. La paciencia es una gran virtud y es muy necesaria para los buscadores.
— ¡Estoy desesperado, Maestro! —confesó el joven—. No hago otra cosa que buscar.
— Y, ¿en qué puede ayudarte este pobre anciano que no hace otra cosa que esperar la disolución para entrar en el vacío?
El muchacho comenzó a hablar de su búsqueda, de sus viajes, de sus aventuras, de sus esfuerzos denodados por conocer la verdad; en fin, de su inmensa y desesperante insatisfacción.
Mientras tanto, el día continuaba avanzando bajo un espléndido cielo color turquesa y el riachuelo, fluido y cantarín, serpenteaba por la pendiente.
— La insatisfacción que siento es casi insoportable —clamó el joven—, y crece cada día en mi interior. Poseo grandes conocimientos sobre metafísica y espiritualidad. En el renglón de lo material, puedo considerarme un hombre exitoso; pues he logrado acumular grandes cantidades de dinero. En lo que se refiere a relaciones humanas, he cultivado leales amistades y conquistado bellas mujeres. Para acabar pronto, he recibido honores, disfruto privilegios, no hay diversión que no conozca ni persona influyente y poderosa que no se jacte de contarme entre sus amigos.
— Aparentemente, nada me falta —continuó el muchacho—; pero, la verdad, la angustia que siento en mi interior no me deja vivir.
— Eres un buscador —le dijo el anciano cariñosamente—. De eso no me cabe la menor duda; pero no has sabido buscar bien. Has llenado tu vida con mil cosas, pero has dejado vacío lo único importante que posees: tu cuenco interior.
— ¿Mi cuenco interior? —preguntó el joven con extrañeza—. ¡No tengo idea de qué es a lo que te refieres!
— Escúchame con atención —exclamó el anciano—. A los buscadores; o sea, a los que tienen genuinas inquietudes espirituales, el Absoluto les pone en su interior un cuenco vacío. Ese recipiente no se llena con experiencias externas ni con conocimientos librescos ni con diversiones ni con éxitos sociales. Créeme. Esto que te estoy diciendo es cierto: el cuenco que tienes en tu interior tienes que llenarlo de ti mismo. Si tu conducta es genuinamente ética, si meditas y vas adquiriendo sabiduría, irás llenando tu cuenco interior con elementos tomados de tu persona. Mientras no lo colmes con fragmentos de tu propio ser, inevitablemente, seguirás sintiendo insatisfacción y desconsuelo. Si comienzas a llenar tu cuenco interior de esta manera, pronto experimentarás la más desbordante de las plenitudes.
COMENTARIO: El sosiego interior no se consigue acumulando información ni poseyendo bienes materiales ni alanzando fama y prestigio. La verdadera paz comienza a nacer cuando se aprende a sentir la experiencia de lo trascendental.
Cuento tibetano
Tomado del libro de Ramiro Calle «Cuentos espirituales del Tíbet», Editorial Sirio.
Como el sabueso, afanoso, busca su alimento; así, incansable y decidido, un joven andaba en pos de la verdad. Y aunque de cuando en cuando lograba encontrar maestros que le transmitían algunas enseñanzas valiosas, ningún conocimiento acababa de satisfacerle. Por más que buscaba, exploraba y escudriñaba textos de todos tipos, no lograba encontrar la doctrina que lo condujera al hallazgo de lo que más anhelaba: la paz interior. Se había pasado la vida enfrascado en una búsqueda febril y apasionada, deambulando por aldeas y pueblos convertido en la imagen misma de la más atormentada insatisfacción.
A pesar de que en su constante y esmerada búsqueda espiritual había consultado maestros, guías espirituales, eremitas y monjes, ningún consejo o enseñanza saciaba su sed de verdad.
Hago la aclaración de que nuestro joven andaba en los extremos. Junto con su deseo anhelante de sabiduría que lo impulsaba a conocer lo espiritual, también había tenido intensas experiencias con los desenfrenos y placeres que produce la diversión y sus intensas aventuras mundanas lo habían llevado también, a disfrutar de lujos de todo tipo. Quiero decir que exploraba tanto el terreno de lo sagrado como el de lo profano. Sabía mucho de religiones y de tradiciones espirituales, pero también había estado con mujeres voluptuosas y atractivas, disfrutado de viajes de ensueño y participado en aventuras de todas clases. Sin embargo, su insatisfacción iba en aumento. La inquietud que lo invadía, hacía que se consumiera en un fuego abrasador. Por eso, su búsqueda no cesaba.
Aunque era joven todavía, las canas de la zozobra comenzaban a blanquear su cabello, el antiguo brillo de sus ojos se había convertido en sombra de melancolía y la risa había huido para siempre de su rostro. Ahora, la insatisfacción era su eterna compañera y lo atormentaba como un chacal que sacia su apetito mordiendo su corazón.
En una ocasión, oyó hablar de un sabio que vivía en las altas planicies del Tíbet. Sin pensarlo dos veces, y como disponía de tiempo y de recursos económicos para hacerlo, viajó hasta el país de las eternas nieves.
Apenas puso sus pies en el lugar, recorrió pueblos y aldeas preguntando por Tenzin, el conocido sabio solitario. Cuando le pareció que uno de los muchos informes que le daban era de fiar, se dirigió hacia el lugar que le habían señalado como la morada del sabio.
Era una minúscula ermita a la orilla de un estrecho camino que trepaba por una empinada ladera de la montaña. Nuestro joven subió como pudo la inclinada cuesta y llegó hasta la rústica vivienda. Como encontró la puerta abierta, en la semipenumbra del interior pudo divisar la silueta del sabio; sin embargo, no se atrevió a entrar. Lo único que se le ocurrió hacer fue sentarse en el suelo frente a la puerta.
Así, sin moverse de su posición más que para satisfacer sus necesidades fisiológicas más urgentes, se pasó dos días. A media mañana del tercero, el sabio salió de su refugio y se sentó a su lado.
— Saber esperar es importante —le dijo con una calma apacible—. La paciencia es una gran virtud y es muy necesaria para los buscadores.
— ¡Estoy desesperado, Maestro! —confesó el joven—. No hago otra cosa que buscar.
— Y, ¿en qué puede ayudarte este pobre anciano que no hace otra cosa que esperar la disolución para entrar en el vacío?
El muchacho comenzó a hablar de su búsqueda, de sus viajes, de sus aventuras, de sus esfuerzos denodados por conocer la verdad; en fin, de su inmensa y desesperante insatisfacción.
Mientras tanto, el día continuaba avanzando bajo un espléndido cielo color turquesa y el riachuelo, fluido y cantarín, serpenteaba por la pendiente.
— La insatisfacción que siento es casi insoportable —clamó el joven—, y crece cada día en mi interior. Poseo grandes conocimientos sobre metafísica y espiritualidad. En el renglón de lo material, puedo considerarme un hombre exitoso; pues he logrado acumular grandes cantidades de dinero. En lo que se refiere a relaciones humanas, he cultivado leales amistades y conquistado bellas mujeres. Para acabar pronto, he recibido honores, disfruto privilegios, no hay diversión que no conozca ni persona influyente y poderosa que no se jacte de contarme entre sus amigos.
— Aparentemente, nada me falta —continuó el muchacho—; pero, la verdad, la angustia que siento en mi interior no me deja vivir.
— Eres un buscador —le dijo el anciano cariñosamente—. De eso no me cabe la menor duda; pero no has sabido buscar bien. Has llenado tu vida con mil cosas, pero has dejado vacío lo único importante que posees: tu cuenco interior.
— ¿Mi cuenco interior? —preguntó el joven con extrañeza—. ¡No tengo idea de qué es a lo que te refieres!
— Escúchame con atención —exclamó el anciano—. A los buscadores; o sea, a los que tienen genuinas inquietudes espirituales, el Absoluto les pone en su interior un cuenco vacío. Ese recipiente no se llena con experiencias externas ni con conocimientos librescos ni con diversiones ni con éxitos sociales. Créeme. Esto que te estoy diciendo es cierto: el cuenco que tienes en tu interior tienes que llenarlo de ti mismo. Si tu conducta es genuinamente ética, si meditas y vas adquiriendo sabiduría, irás llenando tu cuenco interior con elementos tomados de tu persona. Mientras no lo colmes con fragmentos de tu propio ser, inevitablemente, seguirás sintiendo insatisfacción y desconsuelo. Si comienzas a llenar tu cuenco interior de esta manera, pronto experimentarás la más desbordante de las plenitudes.
COMENTARIO: El sosiego interior no se consigue acumulando información ni poseyendo bienes materiales ni alanzando fama y prestigio. La verdadera paz comienza a nacer cuando se aprende a sentir la experiencia de lo trascendental.
Cuento tibetano
Tomado del libro de Ramiro Calle «Cuentos espirituales del Tíbet», Editorial Sirio.