En el sur de Francia, mientras hacíamos un retiro de meditación, conocimos a un maestro que, estando de visita, nos impartía importantes enseñanzas. Tenía unos 40 años. Su estatura y el ancho de su espalda eran bastante mayores que las de un tibetano convencional, de modo que su presencia se sentía con toda la reciedumbre de una montaña.
Un rasgo de su conducta llamó de inmediato nuestra atención: de manera reiterada se secaba con su pañuelo una extraña humedad que le manaba de su ojo derecho. Era tanto el lagrimeo que daba la impresión de que se encontraba en un estado de llanto permanente.
Pocos minutos después de iniciada su charla, nos explicó el motivo de su padecimiento. Sucedió que, en su juventud, él y su maestro fueron encarcelados en el Tíbet víctimas de la siempre injusta persecución china. Soportaron condiciones durísimas. Sufrían su reclusión en una celda oscura y sucia; y sus captores, en su afán de desalentar sus inclinaciones espirituales, les prohibían que realizaran prácticas de meditación. Apenas cerraban los ojos, caían sobre ellos andanadas de golpes para evitar que meditaran.
Lo que los chinos no sabían era que los tibetanos pueden meditar, no sólo con los ojos abiertos, sino en medio de las peores condiciones. De modo que, a pesar de la cruel situación que padecían, sus prácticas espirituales no cesaban.
Fue en ese periodo de reclusión cuando Rinpoche quedó permanentemente lastimado de su ojo derecho como resultado de los múltiples golpes que recibía. Incluso, soportó la pérdida de su anciano maestro quien, una noche aciaga, murió a su lado en la celda en la que estaban confinados.
Un día, dos de los carceleros se acercaron a él y, con un acento que expresaba más admiración que sorpresa, abiertamente le preguntaron:
─¿Qué es lo que haces? Te hemos lastimado, te hemos vejado hasta la saciedad y tú mantienes un estado de serenidad que no entendemos. ¿Por qué no te perturban nuestras torturas?
Los cancerberos, a pesar de que practicaban varias artes marciales, habían notado que sus prisioneros poseían una fuerza que ellos desconocían.
─¡Tú sabes algo que nosotros ignoramos! ─le dijeron─. Enséñanos tus tácticas. Necesitamos saberlas; pues, un carcelero tiene que ser más fuerte que sus prisioneros.
Poseído de un profundo sentimiento de compasión, nuestro noble reo les transmitió los secretos de la práctica que habían estado llevando a cabo: tonglen.
El monje y su maestro habían soportado estoicamente la ignominia de esos terribles años, practicando la enseñanza que ahora estábamos recibiendo durante el retiro: inhalar el sufrimiento de los demás y exhalarlo convertido en luz.
Si somos capaces de hacer esto sin sentirnos mártires y sin albergar sentimientos encontrados hacia quien nos daña, lograremos infligirle a nuestro ego la más grande de las afrentas.
La conducta de este maestro es una instrucción genuina que nos enseña que, hasta en el más tortuoso infierno de sufrimiento, podemos sentir por nuestros captores un grado de compasión que una mente ordinaria no puede comprender.
El maestro concluyó su relato contándonos el increíble desenlace de este episodio de su vida: un buen día, sin una razón aparente, simplemente porque había llegado la hora, lo dejaron en libertad.
Fue así como este maestro llegó a estar ante nosotros, en ese lugar del sur de Francia, con su lagrimeante ojo, su transparente mirada y su imperturbable postura de guerrero.
Ahora que este recuerdo viene a mi mente, descubro que en su voz no había el menor rastro de resentimiento; sólo, quizá, la agridulce ironía de que su maestro no vivió lo suficiente para darse cuenta de que su discípulo, entre inhalación y exhalación, había desvanecido la ilusoria frontera que hay entre el perseguidor y el perseguido.
Estos párrafos se redactaron hilvanando las ideas que Pamela Bloom publicó en su libro ″Actos de compasión″, Editorial Oniro.
En el sur de Francia, mientras hacíamos un retiro de meditación, conocimos a un maestro que, estando de visita, nos impartía importantes enseñanzas. Tenía unos 40 años. Su estatura y el ancho de su espalda eran bastante mayores que las de un tibetano convencional, de modo que su presencia se sentía con toda la reciedumbre de una montaña.
Un rasgo de su conducta llamó de inmediato nuestra atención: de manera reiterada se secaba con su pañuelo una extraña humedad que le manaba de su ojo derecho. Era tanto el lagrimeo que daba la impresión de que se encontraba en un estado de llanto permanente.
Pocos minutos después de iniciada su charla, nos explicó el motivo de su padecimiento. Sucedió que, en su juventud, él y su maestro fueron encarcelados en el Tíbet víctimas de la siempre injusta persecución china. Soportaron condiciones durísimas. Sufrían su reclusión en una celda oscura y sucia; y sus captores, en su afán de desalentar sus inclinaciones espirituales, les prohibían que realizaran prácticas de meditación. Apenas cerraban los ojos, caían sobre ellos andanadas de golpes para evitar que meditaran.
Lo que los chinos no sabían era que los tibetanos pueden meditar, no sólo con los ojos abiertos, sino en medio de las peores condiciones. De modo que, a pesar de la cruel situación que padecían, sus prácticas espirituales no cesaban.
Fue en ese periodo de reclusión cuando Rinpoche quedó permanentemente lastimado de su ojo derecho como resultado de los múltiples golpes que recibía. Incluso, soportó la pérdida de su anciano maestro quien, una noche aciaga, murió a su lado en la celda en la que estaban confinados.
Un día, dos de los carceleros se acercaron a él y, con un acento que expresaba más admiración que sorpresa, abiertamente le preguntaron:
─¿Qué es lo que haces? Te hemos lastimado, te hemos vejado hasta la saciedad y tú mantienes un estado de serenidad que no entendemos. ¿Por qué no te perturban nuestras torturas?
Los cancerberos, a pesar de que practicaban varias artes marciales, habían notado que sus prisioneros poseían una fuerza que ellos desconocían.
─¡Tú sabes algo que nosotros ignoramos! ─le dijeron─. Enséñanos tus tácticas. Necesitamos saberlas; pues, un carcelero tiene que ser más fuerte que sus prisioneros.
Poseído de un profundo sentimiento de compasión, nuestro noble reo les transmitió los secretos de la práctica que habían estado llevando a cabo: tonglen.
El monje y su maestro habían soportado estoicamente la ignominia de esos terribles años, practicando la enseñanza que ahora estábamos recibiendo durante el retiro: inhalar el sufrimiento de los demás y exhalarlo convertido en luz.
Si somos capaces de hacer esto sin sentirnos mártires y sin albergar sentimientos encontrados hacia quien nos daña, lograremos infligirle a nuestro ego la más grande de las afrentas.
La conducta de este maestro es una instrucción genuina que nos enseña que, hasta en el más tortuoso infierno de sufrimiento, podemos sentir por nuestros captores un grado de compasión que una mente ordinaria no puede comprender.
El maestro concluyó su relato contándonos el increíble desenlace de este episodio de su vida: un buen día, sin una razón aparente, simplemente porque había llegado la hora, lo dejaron en libertad.
Fue así como este maestro llegó a estar ante nosotros, en ese lugar del sur de Francia, con su lagrimeante ojo, su transparente mirada y su imperturbable postura de guerrero.
Ahora que este recuerdo viene a mi mente, descubro que en su voz no había el menor rastro de resentimiento; sólo, quizá, la agridulce ironía de que su maestro no vivió lo suficiente para darse cuenta de que su discípulo, entre inhalación y exhalación, había desvanecido la ilusoria frontera que hay entre el perseguidor y el perseguido.
Estos párrafos se redactaron hilvanando las ideas que Pamela Bloom publicó en su libro ″Actos de compasión″, Editorial Oniro.