La parábola del hijo pródigo podría haberse llamado La parábola de los dos hijos pródigos. Ambos hijos se perdieron; tanto el que se quedó en casa como el que se marchó en busca de una libertad mal entendida.
El hijo mayor de la parábola le sirvió bien a su padre durante muchos años; y, ¡claro!, se enfadó cuando se dio cuenta de que su padre recibió con alegría al hijo pródigo y hasta celebró su regreso con una fiesta. Por eso le reclamó diciéndole: «Hace muchos años que te sirvo sin desobedecer jamás tus órdenes, y nunca me has dado ni un cabrito para celebrar una fiesta con mis amigos».
A veces, o más bien, muchas veces, al hijo mayor se le pide cumplir con las expectativas de sus papás y de él se espera que cumpla con sus obligaciones, que sea obediente, estudioso, ordenado y servicial. Muchos hijos mayores así son. Se les encasilla como «el hijo perfecto»; el que no puede fallar; del que se espera lo mejor; el que no se puede equivocar, aunque muchas veces se equivoca y muchas veces se extravía, como lo hizo el hijo mayor de la parábola del hijo pródigo; quien, al ver la alegría del padre por el hijo que regresa, desde el fondo de su ser reclama: «Hace mucho que te sirvo y tú jamás me has demostrado tu cariño como lo hiciste con mi hermano pecador». Reclamo que es el reflejo de una queja profunda de una persona que siente que la vida no le ha dado lo que él, con su trabajo y su perseverancia, ha buscado y se merece.
Henri J.M. Nouwen explica en su libro El regreso del hijo pródigo, que el extravío del hijo menor es muy fácil de identificar. La misma parábola lo explica claramente; pero el extravío del hijo mayor, su resentimiento y reclamo, son más difíciles de observar e identificar. Muchas veces el reclamo no se hace, se guarda en el arcón de los agravios y se saca de vez en cuando para expresarlo y hacer que crezca.
Ese camino es una excelente manera de crear una cárcel de la que a veces no se puede salir por mucho tiempo. Una cárcel en donde uno decide vivir. Es la cárcel del resentimiento, de la ira, de los celos, que se va consolidando al paso del tiempo, si no se hace algo al respecto.
Pero hay otras cárceles que construimos, o dejamos que nos construyan, para vivir en ellas:
La cárcel de la persona perfecta. Es la que aprisiona a los que no pueden cometer errores, a los que no pueden llegar nunca tarde, a los que no pueden reprobar una materia, a los que no pueden actuar en forma diferente de la imagen que se tiene de ellos, a los que no pueden perder un juego sin sentirse mal, sin sentir que han defraudado la confianza de los demás. A los que pueden suicidarse por no ser perfectos.
La cárcel de la vergüenza. ¿Se acuerda usted de aquellas películas mexicanas en las que el hijo de una familia pobre iba a la capital a estudiar y allá conocía a una muchacha de una familia rica con quien finalmente se casaba; pero que, lleno de vergüenza, inventaba mentiras para no dar la imagen de que venía de una familia pobre? Estas películas reflejan claramente la construcción de una cárcel cuyo punto de partida es una situación, una deficiencia, una actuación de la que nos da vergüenza hablar, que nos gustaría que no existiese y, mucho menos, que se supiese de ella.
La cárcel de la pena. Ante la muerte de un ser querido, hay personas que construyen su cárcel alrededor de la pena que sienten. Por años se visten de negro, no van a reuniones, mucho menos a fiestas, les da pena sentir alegría pues temen que, al hacerlo, ofenden la memoria del ser querido. Si queremos que nuestra vida tenga sentido debemos dejar de atormentarnos; recuerde que nosotros somos, a veces, nuestros peores enemigos; y la culpa es el arma principal para la tortura autoinfligida.
La cárcel de la ignorancia. Es la que atrapa a los que no saben, a los que no pueden aspirar a más en su trabajo, a los que laboran en trabajos rutinarios y mal pagados. Estimado lector: la educación es el gran factor de cambio positivo para las personas. Hagamos todo lo necesario para educarnos continuamente, para ser mejores, para valer más. El antídoto para esta cárcel es estudiar, leer y volver a leer y aprender de la experiencia de los demás.
Hay muchos otros tipos de cárceles:
La cárcel del fanatismo. Es la que encierra a quienes defienden con excesivo celo y apasionamiento una creencia, una causa, una religión, una doctrina.
La cárcel de la culpa. Es la que sirve de morada a quienes viven con el eterno si: ¡Si hubiera cuidado a mi papá!, ¡Si hubiera conducido más despacio!, ¡Si… ¡
La cárcel de los vicios. Es la que sirve de residencia a individuos que se destruyeron a sí mismos, a sus familias, a su comunidad, a su país.
La cárcel del sufrimiento enfermizo. la cárcel del trabajo rutinario y sin realización. Y… ¡tantas cárceles más en las que caemos!
Estimado lector: mi mejor deseo para usted y para su familia es que su vida no se desenvuelva entre prohibiciones y cárceles; sino que, esté llena de razones para vivir; que tenga la fortaleza interior y la confianza en usted mismo, para perdonar y olvidar. Que tenga la intuición que le permita detectar y evitar todas las cárceles que le presente la vida.
Ramón de la Peña
Tomado de Editoriales de El Norte.- Octubre 9 de 1999.
La parábola del hijo pródigo podría haberse llamado La parábola de los dos hijos pródigos. Ambos hijos se perdieron; tanto el que se quedó en casa como el que se marchó en busca de una libertad mal entendida.
El hijo mayor de la parábola le sirvió bien a su padre durante muchos años; y, ¡claro!, se enfadó cuando se dio cuenta de que su padre recibió con alegría al hijo pródigo y hasta celebró su regreso con una fiesta. Por eso le reclamó diciéndole: «Hace muchos años que te sirvo sin desobedecer jamás tus órdenes, y nunca me has dado ni un cabrito para celebrar una fiesta con mis amigos».
A veces, o más bien, muchas veces, al hijo mayor se le pide cumplir con las expectativas de sus papás y de él se espera que cumpla con sus obligaciones, que sea obediente, estudioso, ordenado y servicial. Muchos hijos mayores así son. Se les encasilla como «el hijo perfecto»; el que no puede fallar; del que se espera lo mejor; el que no se puede equivocar, aunque muchas veces se equivoca y muchas veces se extravía, como lo hizo el hijo mayor de la parábola del hijo pródigo; quien, al ver la alegría del padre por el hijo que regresa, desde el fondo de su ser reclama: «Hace mucho que te sirvo y tú jamás me has demostrado tu cariño como lo hiciste con mi hermano pecador». Reclamo que es el reflejo de una queja profunda de una persona que siente que la vida no le ha dado lo que él, con su trabajo y su perseverancia, ha buscado y se merece.
Henri J.M. Nouwen explica en su libro El regreso del hijo pródigo, que el extravío del hijo menor es muy fácil de identificar. La misma parábola lo explica claramente; pero el extravío del hijo mayor, su resentimiento y reclamo, son más difíciles de observar e identificar. Muchas veces el reclamo no se hace, se guarda en el arcón de los agravios y se saca de vez en cuando para expresarlo y hacer que crezca.
Ese camino es una excelente manera de crear una cárcel de la que a veces no se puede salir por mucho tiempo. Una cárcel en donde uno decide vivir. Es la cárcel del resentimiento, de la ira, de los celos, que se va consolidando al paso del tiempo, si no se hace algo al respecto.
Pero hay otras cárceles que construimos, o dejamos que nos construyan, para vivir en ellas:
La cárcel de la persona perfecta. Es la que aprisiona a los que no pueden cometer errores, a los que no pueden llegar nunca tarde, a los que no pueden reprobar una materia, a los que no pueden actuar en forma diferente de la imagen que se tiene de ellos, a los que no pueden perder un juego sin sentirse mal, sin sentir que han defraudado la confianza de los demás. A los que pueden suicidarse por no ser perfectos.
La cárcel de la vergüenza. ¿Se acuerda usted de aquellas películas mexicanas en las que el hijo de una familia pobre iba a la capital a estudiar y allá conocía a una muchacha de una familia rica con quien finalmente se casaba; pero que, lleno de vergüenza, inventaba mentiras para no dar la imagen de que venía de una familia pobre? Estas películas reflejan claramente la construcción de una cárcel cuyo punto de partida es una situación, una deficiencia, una actuación de la que nos da vergüenza hablar, que nos gustaría que no existiese y, mucho menos, que se supiese de ella.
La cárcel de la pena. Ante la muerte de un ser querido, hay personas que construyen su cárcel alrededor de la pena que sienten. Por años se visten de negro, no van a reuniones, mucho menos a fiestas, les da pena sentir alegría pues temen que, al hacerlo, ofenden la memoria del ser querido. Si queremos que nuestra vida tenga sentido debemos dejar de atormentarnos; recuerde que nosotros somos, a veces, nuestros peores enemigos; y la culpa es el arma principal para la tortura autoinfligida.
La cárcel de la ignorancia. Es la que atrapa a los que no saben, a los que no pueden aspirar a más en su trabajo, a los que laboran en trabajos rutinarios y mal pagados. Estimado lector: la educación es el gran factor de cambio positivo para las personas. Hagamos todo lo necesario para educarnos continuamente, para ser mejores, para valer más. El antídoto para esta cárcel es estudiar, leer y volver a leer y aprender de la experiencia de los demás.
Hay muchos otros tipos de cárceles:
La cárcel del fanatismo. Es la que encierra a quienes defienden con excesivo celo y apasionamiento una creencia, una causa, una religión, una doctrina.
La cárcel de la culpa. Es la que sirve de morada a quienes viven con el eterno si: ¡Si hubiera cuidado a mi papá!, ¡Si hubiera conducido más despacio!, ¡Si… ¡
La cárcel de los vicios. Es la que sirve de residencia a individuos que se destruyeron a sí mismos, a sus familias, a su comunidad, a su país.
La cárcel del sufrimiento enfermizo. la cárcel del trabajo rutinario y sin realización. Y… ¡tantas cárceles más en las que caemos!
Estimado lector: mi mejor deseo para usted y para su familia es que su vida no se desenvuelva entre prohibiciones y cárceles; sino que, esté llena de razones para vivir; que tenga la fortaleza interior y la confianza en usted mismo, para perdonar y olvidar. Que tenga la intuición que le permita detectar y evitar todas las cárceles que le presente la vida.
Ramón de la Peña
Tomado de Editoriales de El Norte.- Octubre 9 de 1999.