En la época en que el Buda Siddharta enseñaba por el norte de India, vivió una anciana pordiosera. Humilde como era, se lamentaba de no poder hacerle al Iluminado una ofrenda digna de su investidura; sobre todo cuando veía cómo reyes, príncipes y personas pudientes le obsequiaban con lo mejor de sus pertenencias.
Un buen día, empeñada en conseguir dinero para cumplir sus propósitos, se dedicó a mendigar durante toda la jornada. Sin embargo, a pesar de que le puso a su trabajo todo el empeño del mundo, lo único que pudo reunir cuando la noche ya se le venía encima, fue una pequeña moneda.
Acudió a la modesta tienda del lugar y, mostrando orgullosa su penique, pidió al dueño del establecimiento que le diera todo el aceite que pudiera comprar con ella.
— El valor de tu moneda es muy escaso —dijo con sequedad el tendero—. Con ella no puedes adquirir ni la más pequeña dotación de óleo.
— El aceite que necesito lo quiero para encender una lámpara en honor del Buda —exclamó suplicante la pordiosera—. ¡Véndeme aunque sea un poco!
El comerciante, al darse cuenta de las generosas intenciones de la anciana, se compadeció de ella y le entregó un pequeño frasco en el que había vertido un poco de combustible.
Se encaminó la vieja hacia el monasterio y, al llegar, encendió una lamparilla. La colocó entre otras muchas que ardían mientras expresaba el siguiente deseo:
— Amado maestro: no puedo ofrecerte más que esta minúscula lámpara. Ojalá que por la gracia de esta ofrenda pueda yo ser bendecida con la sabiduría. Que mis palabras y mis actos puedan servir para que todos los seres que moran en las tinieblas de la ignorancia puedan ser liberados. Que mi cuerpo, mi palabra y mi mente se conviertan en poderosos instrumentos que ayuden a todos los seres a purificar sus oscurecimientos y a alcanzar la Iluminación.
Toda la larga noche estuvieron las candelas consumiéndose poco a poco. Cuando llegó la luz del día, todas las lámparas, excepto la de la anciana, estaban completamente apagadas. Maudgalyayana, discípulo del Buda encargado de limpiar los pebeteros del monasterio, se sorprendió al ver que no sólo la lamparilla sequía seguía ardiendo, sino que seguía llena de aceite y con mecha nueva.
— ¡Qué extraño! —pensó—. Pero, bueno… ¡tendré que apagarla!
Lanzó una fuerte bocanada de aire y nada. Trató de apagarla con los dedos, pero la lámpara siguió brillando. Quiso sofocarla con su túnica, pero la flama se resistía a desvanecerse.
— ¿Quieres apagar esa lámpara, Maudgalyayana? —dijo el Buda que había estado contemplando la escena—. No podrás hacerlo. Ni siquiera la puedes cambiar de lugar, menos podrás apagarla. Si el agua de todos los ríos y los lagos del planeta cayera sobre ella, no extinguiría su flama. Ni toda el agua del océano podría apagarla.
— ¡Sabes por qué? —continuó el Iluminado—. Porque esa lámpara fue ofrecida con devoción y con pureza de mente y corazón. Esa motivación la ha hecho inapagable.
Cuando el Buda terminó de hablar, apareció la humilde pordiosera y, presurosa, se acercó cabizbaja al más grande de los lamas.
— En el futuro —le dijo a la anciana—, te convertirás en un Buda perfecto. El mundo te conocerá como Luz de lámpara votiva.
COMENTARIO: Es la motivación la que determina el fruto de nuestros actos. Ya lo dijo Shantideva: «Toda la dicha que hay en este mundo, toda, proviene de desear que los demás sean felices; y todo el sufrimiento que hay en este mundo, todo, proviene de desear ser feliz yo». La clase de nacimiento que tendremos en la próxima vida está determinada por la naturaleza de nuestras acciones en esta. Insisto: el efecto de nuestros actos, más que su envergadura, depende de la intención o de la motivación con la que se realizan.
Sogyal Rimpoché
En la época en que el Buda Siddharta enseñaba por el norte de India, vivió una anciana pordiosera. Humilde como era, se lamentaba de no poder hacerle al Iluminado una ofrenda digna de su investidura; sobre todo cuando veía cómo reyes, príncipes y personas pudientes le obsequiaban con lo mejor de sus pertenencias.
Un buen día, empeñada en conseguir dinero para cumplir sus propósitos, se dedicó a mendigar durante toda la jornada. Sin embargo, a pesar de que le puso a su trabajo todo el empeño del mundo, lo único que pudo reunir cuando la noche ya se le venía encima, fue una pequeña moneda.
Acudió a la modesta tienda del lugar y, mostrando orgullosa su penique, pidió al dueño del establecimiento que le diera todo el aceite que pudiera comprar con ella.
— El valor de tu moneda es muy escaso —dijo con sequedad el tendero—. Con ella no puedes adquirir ni la más pequeña dotación de óleo.
— El aceite que necesito lo quiero para encender una lámpara en honor del Buda —exclamó suplicante la pordiosera—. ¡Véndeme aunque sea un poco!
El comerciante, al darse cuenta de las generosas intenciones de la anciana, se compadeció de ella y le entregó un pequeño frasco en el que había vertido un poco de combustible.
Se encaminó la vieja hacia el monasterio y, al llegar, encendió una lamparilla. La colocó entre otras muchas que ardían mientras expresaba el siguiente deseo:
— Amado maestro: no puedo ofrecerte más que esta minúscula lámpara. Ojalá que por la gracia de esta ofrenda pueda yo ser bendecida con la sabiduría. Que mis palabras y mis actos puedan servir para que todos los seres que moran en las tinieblas de la ignorancia puedan ser liberados. Que mi cuerpo, mi palabra y mi mente se conviertan en poderosos instrumentos que ayuden a todos los seres a purificar sus oscurecimientos y a alcanzar la Iluminación.
Toda la larga noche estuvieron las candelas consumiéndose poco a poco. Cuando llegó la luz del día, todas las lámparas, excepto la de la anciana, estaban completamente apagadas. Maudgalyayana, discípulo del Buda encargado de limpiar los pebeteros del monasterio, se sorprendió al ver que no sólo la lamparilla sequía seguía ardiendo, sino que seguía llena de aceite y con mecha nueva.
— ¡Qué extraño! —pensó—. Pero, bueno… ¡tendré que apagarla!
Lanzó una fuerte bocanada de aire y nada. Trató de apagarla con los dedos, pero la lámpara siguió brillando. Quiso sofocarla con su túnica, pero la flama se resistía a desvanecerse.
— ¿Quieres apagar esa lámpara, Maudgalyayana? —dijo el Buda que había estado contemplando la escena—. No podrás hacerlo. Ni siquiera la puedes cambiar de lugar, menos podrás apagarla. Si el agua de todos los ríos y los lagos del planeta cayera sobre ella, no extinguiría su flama. Ni toda el agua del océano podría apagarla.
— ¡Sabes por qué? —continuó el Iluminado—. Porque esa lámpara fue ofrecida con devoción y con pureza de mente y corazón. Esa motivación la ha hecho inapagable.
Cuando el Buda terminó de hablar, apareció la humilde pordiosera y, presurosa, se acercó cabizbaja al más grande de los lamas.
— En el futuro —le dijo a la anciana—, te convertirás en un Buda perfecto. El mundo te conocerá como Luz de lámpara votiva.
COMENTARIO: Es la motivación la que determina el fruto de nuestros actos. Ya lo dijo Shantideva: «Toda la dicha que hay en este mundo, toda, proviene de desear que los demás sean felices; y todo el sufrimiento que hay en este mundo, todo, proviene de desear ser feliz yo». La clase de nacimiento que tendremos en la próxima vida está determinada por la naturaleza de nuestras acciones en esta. Insisto: el efecto de nuestros actos, más que su envergadura, depende de la intención o de la motivación con la que se realizan.
Sogyal Rimpoché