Era un hombre trabajador, pero algo inseguro. Había llegado a la conclusión de que, para vivir con tranquilidad, se necesitaba gozar de holgura económica. Le tenía un miedo terrible a la miseria; sobre todo, a esa dramática pobreza que, combinada con la vejez, resulta toda una tragedia.
Fue entonces cuando tomó una decisión: trabajaría con ahínco todo el tiempo que fuera necesario hasta hacerse de un capital que le permitiera vivir con tranquilidad. Consideró que, dadas las penurias que se padecen con la carestía, la cantidad que necesitaba para asegurarse una vida digna era el equivalente a lo que hoy es un millón de euros. Estaba seguro de que con esa reserva cualquiera puede disfrutar de la vida sin tener que trabajar ya más. Se puede viajar y hacer lo que se quiera.
Se abocó entonces a trabajar cada minuto de su vida. Le dedicó al descanso y al sueño el mínimo de tiempo posible, dejó de pasear, se alejó de los amigos, abandonó todo intento de diversión, comprometiéndose a no parar hasta que sus ahorros alcanzaran el nivel deseado: ¡un millón de euros!
Todos los viernes, al llegar a su casa, hacía el recuento de lo que había ganado: cinco mil de esto, diez mil de aquello, cincuenta mil de lo de más allá; en fin, sumaba todos los ingresos siempre con la idea de que, cuando tuviera un millón de euros, iba a disfrutar de la vida.
Estaba muy consciente de que no quería que le pasara lo que a otros que, cuando logran tener un millón, quieren tener dos. Así que pegó un cartel en la puerta de su habitación que decía: “Cuando junte un millón de euros, me dedicaré a disfrutar de la vida. Esa es mi palabra de honor” ¡Y había firmado al final.
Así se pasó muchos años, muchos. Cada viernes sumaba y sumaba todo lo que llegaba a sus manos y comenzó a acumular esa fortuna que había decidido reunir prescindiendo de muchas cosas que consideraba superfluas.
Cuenta la historia que un viernes, mientras hacía el balance semanal de lo acumulado, sus cuentas lo llevaron a descubrir que ya tenía 999,999 euros. ¡Le faltaba solamente un euro! Si lo conseguía, se iban a cumplir todos sus sueños y, por fin, empezaría a disfrutar de todas las cosas que había postergado.
Pero ya no quería esperar. ¡Había esperado tanto tiempo! Así que, comenzó a buscar por toda la casa. Exploró cada rincón, cada cajón. Buscó en los bolsillos de todos sus trajes y de sus chaquetas. Y empezó a encontrar: diez centavos aquí, veinte centavos acá, cincuenta centavos por allá, hasta que por fin, logró tener su millón de euros.
─¡Ahora sí! ─gritó─ ¡A disfrutar de la vida!
En ese momento llamaron a la puerta. Al abrir, se encontró con una mujer muy delgada, vestida de negro y con una calavera en el lugar del cráneo.
─Soy la muerte ─le dijo.
Nuestro amigo no podía comprender lo que estaba pasando.
─¿La muerte tocando a su puerta? ¿Qué quieres? ─preguntó.
─Es tu hora. Vine por ti.
─¡No! ─gritó─. ¡No puede ser! Me he pasado la vida trabajando para poder ahora disfrutar. ¡Acabo de completar mi millón de euros! ¡Por favor, vete! Vuelve después.
─¡Tengo tantas cosas pendientes que atender! ─continuó─. Tengo que comenzar a disfrutar de todos los placeres que me perdí: convivir con mis amigos, formar una familia, desempeñar las actividades que más me gustan, pintar, cantar, bailar…
─Lo siento ─dijo la muerte─. Ha llegado tu hora. Tienes que venir conmigo.
─¡No, por favor! Mira: hagamos un trato. Te doy la mitad de los euros que junté, pero, por favor, dame un año de vida. ¡Necesito un año! ¡Hay tantos amigos que tengo que visitar!
─¡No hay trato! ─dijo tajante la muerte.
─¡Llévate 900,000! ¡Déjame 100,000 nada más! ─clamó el hombre─. Pero, pero dame un mes. ¡Tengo tantas cosas por hacer! ¡Por favor! ¡Dame un mes!
─¡No hay trato! ─contestó la muerte inconmovible.
El hombre comenzó a llorar desconsolado. Con el tono más suplicante que se puede imaginar, imploró:
¡Llévate todo el millón que junté! ¡Dame aunque sea un día!
─¡No hay trato! ─dijo la muerte─. Es tu hora.
Con la certeza de que el visitante no podía ser disuadido de su intención; convencido de que la muerte es un juez insobornable, preguntó:
─¿Tengo tiempo para escribir unas letras?
─Sólo un minuto ─concedió la muerte.
El hombre se sentó, tomó lápiz y papel y escribió: “Lector que tienes en tus manos este escrito: ten cuidado con lo que haces con tu tiempo. Yo, con toda mi fortuna, no pude comprar ni un día de vida”.
COMENTARIO: A menudo, la gente invierte demasiado tiempo y esfuerzo en actividades que considera prioritarias; pero que, a fin de cuentas, no lo son tanto.
Jorge Bucay
Tomado de su libro Cuentos para pensar. Editorial RBA Libros
Era un hombre trabajador, pero algo inseguro. Había llegado a la conclusión de que, para vivir con tranquilidad, se necesitaba gozar de holgura económica. Le tenía un miedo terrible a la miseria; sobre todo, a esa dramática pobreza que, combinada con la vejez, resulta toda una tragedia.
Fue entonces cuando tomó una decisión: trabajaría con ahínco todo el tiempo que fuera necesario hasta hacerse de un capital que le permitiera vivir con tranquilidad. Consideró que, dadas las penurias que se padecen con la carestía, la cantidad que necesitaba para asegurarse una vida digna era el equivalente a lo que hoy es un millón de euros. Estaba seguro de que con esa reserva cualquiera puede disfrutar de la vida sin tener que trabajar ya más. Se puede viajar y hacer lo que se quiera.
Se abocó entonces a trabajar cada minuto de su vida. Le dedicó al descanso y al sueño el mínimo de tiempo posible, dejó de pasear, se alejó de los amigos, abandonó todo intento de diversión, comprometiéndose a no parar hasta que sus ahorros alcanzaran el nivel deseado: ¡un millón de euros!
Todos los viernes, al llegar a su casa, hacía el recuento de lo que había ganado: cinco mil de esto, diez mil de aquello, cincuenta mil de lo de más allá; en fin, sumaba todos los ingresos siempre con la idea de que, cuando tuviera un millón de euros, iba a disfrutar de la vida.
Estaba muy consciente de que no quería que le pasara lo que a otros que, cuando logran tener un millón, quieren tener dos. Así que pegó un cartel en la puerta de su habitación que decía: “Cuando junte un millón de euros, me dedicaré a disfrutar de la vida. Esa es mi palabra de honor” ¡Y había firmado al final.
Así se pasó muchos años, muchos. Cada viernes sumaba y sumaba todo lo que llegaba a sus manos y comenzó a acumular esa fortuna que había decidido reunir prescindiendo de muchas cosas que consideraba superfluas.
Cuenta la historia que un viernes, mientras hacía el balance semanal de lo acumulado, sus cuentas lo llevaron a descubrir que ya tenía 999,999 euros. ¡Le faltaba solamente un euro! Si lo conseguía, se iban a cumplir todos sus sueños y, por fin, empezaría a disfrutar de todas las cosas que había postergado.
Pero ya no quería esperar. ¡Había esperado tanto tiempo! Así que, comenzó a buscar por toda la casa. Exploró cada rincón, cada cajón. Buscó en los bolsillos de todos sus trajes y de sus chaquetas. Y empezó a encontrar: diez centavos aquí, veinte centavos acá, cincuenta centavos por allá, hasta que por fin, logró tener su millón de euros.
─¡Ahora sí! ─gritó─ ¡A disfrutar de la vida!
En ese momento llamaron a la puerta. Al abrir, se encontró con una mujer muy delgada, vestida de negro y con una calavera en el lugar del cráneo.
─Soy la muerte ─le dijo.
Nuestro amigo no podía comprender lo que estaba pasando.
─¿La muerte tocando a su puerta? ¿Qué quieres? ─preguntó.
─Es tu hora. Vine por ti.
─¡No! ─gritó─. ¡No puede ser! Me he pasado la vida trabajando para poder ahora disfrutar. ¡Acabo de completar mi millón de euros! ¡Por favor, vete! Vuelve después.
─¡Tengo tantas cosas pendientes que atender! ─continuó─. Tengo que comenzar a disfrutar de todos los placeres que me perdí: convivir con mis amigos, formar una familia, desempeñar las actividades que más me gustan, pintar, cantar, bailar…
─Lo siento ─dijo la muerte─. Ha llegado tu hora. Tienes que venir conmigo.
─¡No, por favor! Mira: hagamos un trato. Te doy la mitad de los euros que junté, pero, por favor, dame un año de vida. ¡Necesito un año! ¡Hay tantos amigos que tengo que visitar!
─¡No hay trato! ─dijo tajante la muerte.
─¡Llévate 900,000! ¡Déjame 100,000 nada más! ─clamó el hombre─. Pero, pero dame un mes. ¡Tengo tantas cosas por hacer! ¡Por favor! ¡Dame un mes!
─¡No hay trato! ─contestó la muerte inconmovible.
El hombre comenzó a llorar desconsolado. Con el tono más suplicante que se puede imaginar, imploró:
¡Llévate todo el millón que junté! ¡Dame aunque sea un día!
─¡No hay trato! ─dijo la muerte─. Es tu hora.
Con la certeza de que el visitante no podía ser disuadido de su intención; convencido de que la muerte es un juez insobornable, preguntó:
─¿Tengo tiempo para escribir unas letras?
─Sólo un minuto ─concedió la muerte.
El hombre se sentó, tomó lápiz y papel y escribió: “Lector que tienes en tus manos este escrito: ten cuidado con lo que haces con tu tiempo. Yo, con toda mi fortuna, no pude comprar ni un día de vida”.
COMENTARIO: A menudo, la gente invierte demasiado tiempo y esfuerzo en actividades que considera prioritarias; pero que, a fin de cuentas, no lo son tanto.
Jorge Bucay
Tomado de su libro Cuentos para pensar. Editorial RBA Libros