En el lejano monasterio, el lama impartía enseñanzas a monjes y a novicios. Siguiendo la doctrina del Buda, ponía especial énfasis en que sus discípulos captaran la transitoriedad que caracteriza a todos los fenómenos. También insistía en que era necesario que se aquietaran, que se apartaran de sus pensamientos, que hicieran prácticas profundas de meditación; en fin, que se esforzaran por percibir el glorioso vacío interior que hay en la voz de la mente iluminada. Y para que lo consiguieran, les mostraba antiguos métodos que les permitirían apartarse de los pensamientos y vaciar la mente de tan inútiles contenidos.
— ¡Vacíense! —los exhortaba incansablemente—. ¡Vacíense!
Esta recomendación era insistentemente repetida. Con la misma porfía que el agua fluye por el lecho de un río o con la obstinación que el ocaso se presenta después del mediodía, así un día y otro día el lama les repetía:
— ¡Vacíense! ¡Vacíense!
Tan tesonera era esa indicación, que algunos discípulos acudieron a la celda del maestro y, respetuosamente, le dijeron:
— Venerable maestro: no es que pongamos en duda la validez de tus enseñanzas, pero…
— Pero, ¿qué? —preguntó el lama con una sonrisa en los labios.
— ¿Por qué tienes tanto interés en que nos vaciemos? —exclamaron los monjes—. ¿No te parece que acentúas demasiado ese aspecto de la enseñanza?
— Me gusta que me cuestionen —respondió el lama—. No me agrada que acepten lo que les digo sin someterlo antes al escrutinio de su inteligencia primordial. Sin embargo, como en este momento tengo que hacer mi práctica de meditación, les pido a todos que, al anochecer, se reúnan conmigo en el santuario. Además, quiero que cada uno de ustedes se presente llevando consigo un vaso lleno de agua.
Los discípulos disimularon su asombro como pudieron; pero, no pudiendo sofocar la risa que les inundaba su rostro, fue inevitable que algunos ahogaran entre sus manos la carcajada que les explotaba en la boca.
¿Era posible que su maestro les pidiera algo tan ridículo? ¿Se trataba de un rito especial? ¿Sería una ofrenda desconocida en favor de alguna de las deidades?
Mientras transcurría el día con la lenta seguridad de siempre, los discípulos no dejaban de hacerse conjeturas sobre la extraña solicitud que su maestro les había hecho. Unos se aventuraban a pensar que se trataba de una ceremonia especial en honor de la misericordiosa Tara; otros, que el lama los iba a hacer leer las escrituras durante toda la noche y que el agua era para que se humedecieran los dedos al pasar las hojas; algunos otros, la mayoría, confesaban no tener la menor idea del propósito de la insólita petición del lama.
Cuando el sol oroanaranjado se comenzaba a ocultar tras los picos de la imponente montaña que se divisaba a lo lejos, los discípulos, ansiosos por develar el misterio, fueron llegando al santuario presentándose ante el lama con sendos vasos rebosantes de agua.
— Queridos alumnos —comenzó a decirles el maestro con su excelente humor—: van a hacer algo muy simple. Tomen cualquier objeto y golpeen con él las paredes de los vasos. Quiero escuchar la música que el cristal es capaz de emitir.
Los monjes obedecieron; pero más que algo musical, de los repletos vasos sólo salió un sonido sordo y feo.
— Ahora —continuó el lama—, vacíen los vasos y repitan la operación.
Lo hicieron así los monjes y, esta vez, vaciados que fueron los vasos, respondieron al golpe recibido con sonido vivo, intenso y musical.
Los discípulos dirigieron al lama una mirada inquisitiva y el maestro, esbozando una sonrisa amorosamente pícara, se limitó a decir:
— Vaso lleno, no suena; mente atiborrada, no brilla. ¡Felices sueños!
Un poco avergonzados, los monjes comprendieron al momento la enseñanza. Rumbo a los dormitorios iban pensando en que, definitivamente, la lección de esa noche no la olvidarían jamás:
«Vaso lleno, no suena».
COMENTARIO: Si eliminamos de la mente los densos nubarrones de la ignorancia, en el vacío original que queda después del desalojo, surge el revelador sonido de la Iluminación.
Cuento tibetano
Tomado del libro ″Cuentos espirituales del Tíbet ″, de Ramiro A. Calle. Editorial Sirio
En el lejano monasterio, el lama impartía enseñanzas a monjes y a novicios. Siguiendo la doctrina del Buda, ponía especial énfasis en que sus discípulos captaran la transitoriedad que caracteriza a todos los fenómenos. También insistía en que era necesario que se aquietaran, que se apartaran de sus pensamientos, que hicieran prácticas profundas de meditación; en fin, que se esforzaran por percibir el glorioso vacío interior que hay en la voz de la mente iluminada. Y para que lo consiguieran, les mostraba antiguos métodos que les permitirían apartarse de los pensamientos y vaciar la mente de tan inútiles contenidos.
— ¡Vacíense! —los exhortaba incansablemente—. ¡Vacíense!
Esta recomendación era insistentemente repetida. Con la misma porfía que el agua fluye por el lecho de un río o con la obstinación que el ocaso se presenta después del mediodía, así un día y otro día el lama les repetía:
— ¡Vacíense! ¡Vacíense!
Tan tesonera era esa indicación, que algunos discípulos acudieron a la celda del maestro y, respetuosamente, le dijeron:
— Venerable maestro: no es que pongamos en duda la validez de tus enseñanzas, pero…
— Pero, ¿qué? —preguntó el lama con una sonrisa en los labios.
— ¿Por qué tienes tanto interés en que nos vaciemos? —exclamaron los monjes—. ¿No te parece que acentúas demasiado ese aspecto de la enseñanza?
— Me gusta que me cuestionen —respondió el lama—. No me agrada que acepten lo que les digo sin someterlo antes al escrutinio de su inteligencia primordial. Sin embargo, como en este momento tengo que hacer mi práctica de meditación, les pido a todos que, al anochecer, se reúnan conmigo en el santuario. Además, quiero que cada uno de ustedes se presente llevando consigo un vaso lleno de agua.
Los discípulos disimularon su asombro como pudieron; pero, no pudiendo sofocar la risa que les inundaba su rostro, fue inevitable que algunos ahogaran entre sus manos la carcajada que les explotaba en la boca.
¿Era posible que su maestro les pidiera algo tan ridículo? ¿Se trataba de un rito especial? ¿Sería una ofrenda desconocida en favor de alguna de las deidades?
Mientras transcurría el día con la lenta seguridad de siempre, los discípulos no dejaban de hacerse conjeturas sobre la extraña solicitud que su maestro les había hecho. Unos se aventuraban a pensar que se trataba de una ceremonia especial en honor de la misericordiosa Tara; otros, que el lama los iba a hacer leer las escrituras durante toda la noche y que el agua era para que se humedecieran los dedos al pasar las hojas; algunos otros, la mayoría, confesaban no tener la menor idea del propósito de la insólita petición del lama.
Cuando el sol oroanaranjado se comenzaba a ocultar tras los picos de la imponente montaña que se divisaba a lo lejos, los discípulos, ansiosos por develar el misterio, fueron llegando al santuario presentándose ante el lama con sendos vasos rebosantes de agua.
— Queridos alumnos —comenzó a decirles el maestro con su excelente humor—: van a hacer algo muy simple. Tomen cualquier objeto y golpeen con él las paredes de los vasos. Quiero escuchar la música que el cristal es capaz de emitir.
Los monjes obedecieron; pero más que algo musical, de los repletos vasos sólo salió un sonido sordo y feo.
— Ahora —continuó el lama—, vacíen los vasos y repitan la operación.
Lo hicieron así los monjes y, esta vez, vaciados que fueron los vasos, respondieron al golpe recibido con sonido vivo, intenso y musical.
Los discípulos dirigieron al lama una mirada inquisitiva y el maestro, esbozando una sonrisa amorosamente pícara, se limitó a decir:
— Vaso lleno, no suena; mente atiborrada, no brilla. ¡Felices sueños!
Un poco avergonzados, los monjes comprendieron al momento la enseñanza. Rumbo a los dormitorios iban pensando en que, definitivamente, la lección de esa noche no la olvidarían jamás:
«Vaso lleno, no suena».
COMENTARIO: Si eliminamos de la mente los densos nubarrones de la ignorancia, en el vacío original que queda después del desalojo, surge el revelador sonido de la Iluminación.
Cuento tibetano
Tomado del libro ″Cuentos espirituales del Tíbet ″, de Ramiro A. Calle. Editorial Sirio