Dos sadhus discutían constantemente, pues se habían formado en ambientes sociales y económicos muy diferentes. Uno de ellos era enormemente rico y, aunque había roto sus lazos familiares y sociales y había renunciado a sus negocios, su familia cuidaba de él y había dispuesto varios criados para que lo atendieran. El otro era muy pobre. Vivía de la caridad pública y sus únicas pertenencias eran una escudilla y una piel de antílope sobre la que se sentaba a meditar.
Con frecuencia, el sadhu pobre se jactaba de su pobreza y criticaba y ridiculizaba al sadhu rico.
—Como eras demasiado viejo para seguir con los negocios de tu familia, te has convertido en renunciante; pero, renunciante y todo, sigues apegado a tus lujos. Mi desapego sí que es valioso —insistía—. El tuyo no, pues sigues llevando una vida cómoda y fácil.
Un día, de repente, el sadhu rico, le propuso de manera tajante:
—Ahora mismo, tú y yo, como dos sadhus errantes, nos vamos de peregrinación a las fuentes del Ganges.
El sadhu pobre, sorprendido, pero dispuesto a mantener su imagen de auténtico renunciante, accedió a pesar de que la peregrinación no le apetecía mucho. Y se pusieron en marcha.
Pero, unos momentos después de que hubieron echado a andar, el sadhu pobre se detuvo y, alarmado, exclamó con la ansiedad reflejada en el rostro:
—¡Dios mío! ¡Tengo que regresar rápidamente!
— Pero, ¿por qué? —preguntó el sadhu rico.
—Porque he olvidado mi escudilla y mi piel de antílope.
—Tanto que te burlas de mis bienes materiales —le replicó el sadhu rico—y ahora resulta que tu apego por esa vasija y por esa la piel es mayor que la que yo tengo por mis posesiones y mis criados.
COMENTARIO: No es correcta la presunción de que sólo los adinerados tienen apegos. Como dice Silvio Rodríguez en su ″Canción de Navidad″: «Tener no es signo de malvado y no tener tampoco es prueba de que acompaña la virtud».
Cuento hindú
Dos sadhus discutían constantemente, pues se habían formado en ambientes sociales y económicos muy diferentes. Uno de ellos era enormemente rico y, aunque había roto sus lazos familiares y sociales y había renunciado a sus negocios, su familia cuidaba de él y había dispuesto varios criados para que lo atendieran. El otro era muy pobre. Vivía de la caridad pública y sus únicas pertenencias eran una escudilla y una piel de antílope sobre la que se sentaba a meditar.
Con frecuencia, el sadhu pobre se jactaba de su pobreza y criticaba y ridiculizaba al sadhu rico.
—Como eras demasiado viejo para seguir con los negocios de tu familia, te has convertido en renunciante; pero, renunciante y todo, sigues apegado a tus lujos. Mi desapego sí que es valioso —insistía—. El tuyo no, pues sigues llevando una vida cómoda y fácil.
Un día, de repente, el sadhu rico, le propuso de manera tajante:
—Ahora mismo, tú y yo, como dos sadhus errantes, nos vamos de peregrinación a las fuentes del Ganges.
El sadhu pobre, sorprendido, pero dispuesto a mantener su imagen de auténtico renunciante, accedió a pesar de que la peregrinación no le apetecía mucho. Y se pusieron en marcha.
Pero, unos momentos después de que hubieron echado a andar, el sadhu pobre se detuvo y, alarmado, exclamó con la ansiedad reflejada en el rostro:
—¡Dios mío! ¡Tengo que regresar rápidamente!
— Pero, ¿por qué? —preguntó el sadhu rico.
—Porque he olvidado mi escudilla y mi piel de antílope.
—Tanto que te burlas de mis bienes materiales —le replicó el sadhu rico—y ahora resulta que tu apego por esa vasija y por esa la piel es mayor que la que yo tengo por mis posesiones y mis criados.
COMENTARIO: No es correcta la presunción de que sólo los adinerados tienen apegos. Como dice Silvio Rodríguez en su ″Canción de Navidad″: «Tener no es signo de malvado y no tener tampoco es prueba de que acompaña la virtud».
Cuento hindú