Poco después de que la India recobrara su independencia gracias al acertado liderazgo ejercido por Gandhi, se desencadenó una encarnizada lucha intestina protagonizada por los dos grandes grupo humanos que conformaban la población del país: hindúes y musulmanes.
Como ha sucedido en muchas partes del mundo, cuando las diferencias y las desavenencias que siempre hay entre los hombres se contagian con el virus del fanatismo religioso, las pasiones se desbordan, los odios se exacerban y las sedes de venganza y los afanes de dañar a los integrantes del grupo con el que se está en pugna, se llevan a extremos inimaginables.
Hacer que cesara este deplorable estado de enfrentamiento, era punto menos que imposible. El Mahatma, desesperado ante lo gigantesco del problema que su amado pueblo sufría, decidió iniciar uno más de los frecuentes ayunos que se imponía para presionar en favor de las metas a las que quería arribar. Esta vez, hizo saber a toda la población, que no probaría bocado alguno en tanto no cesaran los cruentos zafarranchos que desangraban al país.
Por demás está decir que los ayunos que Gandhi se autoinfligía, no eran desplantes demagógicos y aparatosos como los que montan algunos políticos contemporáneos cuando se inconforman contra alguna medida que los afecta. Cuando el libertador del subcontinente indio iniciaba uno de sus dolorosos períodos de abstinencia, él lo sabía, todos lo sabían, no salía de él hasta conseguir los siempre altruistas objetivos que perseguía. Si la muerte lo sorprendía a consecuencia del dramático debilitamiento que le producía la inanición, estaba dispuesto a pagar ese precio. La valentía que moraba en el pecho de este atrevido ″hombrecito″, era gigantesca.
Pues, en una de esas veces en la que su cuerpo exangüe yacía postrado casi al borde de la muerte, en su intento de que hindúes y musulmanes depusieran sus odios y sus fanatismos, un desesperado y furioso hindú irrumpe en la serenidad que reinaba en la terraza donde el desfalleciente Mahatma yacía y tiene con él el siguiente diálogo:
─ ¡Come! ─le gritó─. ¡Aliméntate! Cargo tantas culpas en mi alma que no quiero llegar al infierno llevando sobre mis espaldas el fardo de la muerte de otro inocente. ¡Ya maté a uno!
─ Sólo Dios decide quién va al infierno —contestó Gandhi.
─ ¡Es que le di muerte a un niño! ¡Estallé su cabeza contra un muro! ¡El peso de esa culpa no me deja ni respirar!
─ ¿Por qué le diste muerte? ─preguntó Gandhi.
─ ¡Es que los musulmanes mataron a mi hijo! ¡A mi niño que era así de alto! ¡Fueron ellos! ¡Los musulmanes lo mataron!
─¿Quieres que te diga cómo puedes compensar un poco el daño que hiciste y de paso, curar en algo el remordimiento que no te deja vivir? ─preguntó con tartajosa voz el debilitado Mahatma.
─ ¿Cómo? ─vociferó el hindú.
─Encuentra a un niño. A un niño musulmán cuyos padres hayan muerto a consecuencia de esta lucha fratricida que los está aniquilando. Sí; a un niño así de alto, como tu hijo muerto. Adóptalo y críalo como si fuera tuyo.
─ Pero, asegúrate de que sea musulmán —continuó Gandhi—. ¡Y edúcalo de acuerdo con sus tradiciones! ¡Fórmalo como lo que es: un musulmán! Y haz de él un hombre de provecho.
COMENTARIO: La primera parte de la recomendación que hizo el Mahatma es algo enteramente juiciosa y prudente: le quitaste la vida a un infante; pues, adopta uno y hazte cargo de su formación. Con una acción así, el daño causado queda medianamente compensado. Lo que impresiona y hace que nos estremezcamos por el impacto emocional que golpea nuestra conciencia, es la parte final de la receta: ″¡Asegúrate de que sea musulmán″. Esta recomendación desquicia a cualquiera. ¿Cómo un hindú que pierde un hijo a manos de los musulmanes puede llevar a cabo una tarea así? Pues de ese calibre son las enseñanzas de un verdadero maestro. Los discípulos que encuentran un mentor de esa talla espiritual, no deben extrañarse si el maestro les recomienda realizar acciones aparentemente descabelladas.
Las ideas expresadas en estos párrafos fueron inspiradas por algunas de las escenas contenidas en la película Gandhi, que Richard Attenborough realizara en 1982.
Poco después de que la India recobrara su independencia gracias al acertado liderazgo ejercido por Gandhi, se desencadenó una encarnizada lucha intestina protagonizada por los dos grandes grupo humanos que conformaban la población del país: hindúes y musulmanes.
Como ha sucedido en muchas partes del mundo, cuando las diferencias y las desavenencias que siempre hay entre los hombres se contagian con el virus del fanatismo religioso, las pasiones se desbordan, los odios se exacerban y las sedes de venganza y los afanes de dañar a los integrantes del grupo con el que se está en pugna, se llevan a extremos inimaginables.
Hacer que cesara este deplorable estado de enfrentamiento, era punto menos que imposible. El Mahatma, desesperado ante lo gigantesco del problema que su amado pueblo sufría, decidió iniciar uno más de los frecuentes ayunos que se imponía para presionar en favor de las metas a las que quería arribar. Esta vez, hizo saber a toda la población, que no probaría bocado alguno en tanto no cesaran los cruentos zafarranchos que desangraban al país.
Por demás está decir que los ayunos que Gandhi se autoinfligía, no eran desplantes demagógicos y aparatosos como los que montan algunos políticos contemporáneos cuando se inconforman contra alguna medida que los afecta. Cuando el libertador del subcontinente indio iniciaba uno de sus dolorosos períodos de abstinencia, él lo sabía, todos lo sabían, no salía de él hasta conseguir los siempre altruistas objetivos que perseguía. Si la muerte lo sorprendía a consecuencia del dramático debilitamiento que le producía la inanición, estaba dispuesto a pagar ese precio. La valentía que moraba en el pecho de este atrevido ″hombrecito″, era gigantesca.
Pues, en una de esas veces en la que su cuerpo exangüe yacía postrado casi al borde de la muerte, en su intento de que hindúes y musulmanes depusieran sus odios y sus fanatismos, un desesperado y furioso hindú irrumpe en la serenidad que reinaba en la terraza donde el desfalleciente Mahatma yacía y tiene con él el siguiente diálogo:
─ ¡Come! ─le gritó─. ¡Aliméntate! Cargo tantas culpas en mi alma que no quiero llegar al infierno llevando sobre mis espaldas el fardo de la muerte de otro inocente. ¡Ya maté a uno!
─ Sólo Dios decide quién va al infierno —contestó Gandhi.
─ ¡Es que le di muerte a un niño! ¡Estallé su cabeza contra un muro! ¡El peso de esa culpa no me deja ni respirar!
─ ¿Por qué le diste muerte? ─preguntó Gandhi.
─ ¡Es que los musulmanes mataron a mi hijo! ¡A mi niño que era así de alto! ¡Fueron ellos! ¡Los musulmanes lo mataron!
─¿Quieres que te diga cómo puedes compensar un poco el daño que hiciste y de paso, curar en algo el remordimiento que no te deja vivir? ─preguntó con tartajosa voz el debilitado Mahatma.
─ ¿Cómo? ─vociferó el hindú.
─Encuentra a un niño. A un niño musulmán cuyos padres hayan muerto a consecuencia de esta lucha fratricida que los está aniquilando. Sí; a un niño así de alto, como tu hijo muerto. Adóptalo y críalo como si fuera tuyo.
─ Pero, asegúrate de que sea musulmán —continuó Gandhi—. ¡Y edúcalo de acuerdo con sus tradiciones! ¡Fórmalo como lo que es: un musulmán! Y haz de él un hombre de provecho.
COMENTARIO: La primera parte de la recomendación que hizo el Mahatma es algo enteramente juiciosa y prudente: le quitaste la vida a un infante; pues, adopta uno y hazte cargo de su formación. Con una acción así, el daño causado queda medianamente compensado. Lo que impresiona y hace que nos estremezcamos por el impacto emocional que golpea nuestra conciencia, es la parte final de la receta: ″¡Asegúrate de que sea musulmán″. Esta recomendación desquicia a cualquiera. ¿Cómo un hindú que pierde un hijo a manos de los musulmanes puede llevar a cabo una tarea así? Pues de ese calibre son las enseñanzas de un verdadero maestro. Los discípulos que encuentran un mentor de esa talla espiritual, no deben extrañarse si el maestro les recomienda realizar acciones aparentemente descabelladas.
Las ideas expresadas en estos párrafos fueron inspiradas por algunas de las escenas contenidas en la película Gandhi, que Richard Attenborough realizara en 1982.