Éranse una vez dos amigos: uno lento, como el bostezo de las nubes; el otro inquieto, rápido, irreversible de ánimo, como los remolinos. Se llamaban Caracol y Cangrejo y vivían en la costa rocosa de un mar cálido.
Al amanecer, cuando el sol calentaba con su luz al remontar el horizonte, solían sentarse a discutir sobre las ventajas de la lentitud y las ventajas de la rapidez. Si bien nunca se pusieron de acuerdo, disfrutaban mucho de comparar sus diferentes formas de vivir. Al bañarse en la misma y salina espuma, compartían los secretos del agua, de la que ambos extraían sus alimentos.
Al cangrejo, siempre nervioso, de aquí para allá, de arriba abajo, le pesaban sus pinzas que poco hacían para reducir la constante inquietud que le producía su debilidad interna. El caracol, en cambio, no hacía más que hablar de su casa, de la calidez de su exoesqueleto, de los adornos de su concha que imitaban el curso elíptico de las estrellas.
La amistad es una especie de injerto exógeno: una parte nuestra la hemos concedido a otro y una parte del otro nos ha sido concedida, sin que para ello debamos apelar a las —con frecuencia— cruentas operaciones del amor. La amistad es una zona tácita, un murmullo simultáneo, un tesoro sin monedas, un valor sin precio.
El caracol y el cangrejo eran tan amigos que, viendo aquel que la muerte estaba próxima, le dijo a su inquieto amigo:
— Cuando mi carne se marchite y diluya, te dejaré mi casa en herencia. Así, sabrás que lo lento acelera lo interior, mientras que lo rápido lo refrena.
Murió el caracol a pocos pasos de la cueva de su amigo, el cangrejo. Pero, por respeto al muerto, tardó un tiempo en introducirse en la concha heredada. Cuando lo hizo, sintió que la oscuridad era amable y grata; y que allí adentro, intacta, estaba aún la mente sabia de su amigo.
Poco a poco, en soliloquios a los que asistía el recuerdo constante del caracol, fue comprendiendo que la lentitud es el privilegio denso de la resina, la suerte del calcio, la gracia de la noche cuando desgrana sus planetas y meteoros.
Meses después, un atardecer hizo coincidir una puesta de sol con el retiro interior del cangrejo. Entonces, por primera vez, oyó la voz infantil del mar: era como un suspiro que repetía el revés del oleaje, como un murmullo que le hacía pensar en la piel suave y vulnerable del mar.
Con el tiempo, platicando con algunos de sus familiares, los convenció de que adoptaran las conchas de otros tantos caracoles muertos y, mejor aún, logró convencerse a sí mismo de que no por deambular de aquí para allá se llega a parte alguna.
Poco antes de marcharse al otro mundo, soñó que su amigo, el caracol, le decía:
— Replegarse sobre sí, es desplegarse sobre el Universo. La sombra humilde prescinde de los límites que el orgullo de la luz proclama.
— Por lo tanto —continuó el caracol—, si has hecho de mi casa tu casa, abraza en la muerte nuestro común domicilio.
Tomado del libro Fábulas de Mario Satz ″La cola del pavo real″, año 2000, Editorial Kairos
Éranse una vez dos amigos: uno lento, como el bostezo de las nubes; el otro inquieto, rápido, irreversible de ánimo, como los remolinos. Se llamaban Caracol y Cangrejo y vivían en la costa rocosa de un mar cálido.
Al amanecer, cuando el sol calentaba con su luz al remontar el horizonte, solían sentarse a discutir sobre las ventajas de la lentitud y las ventajas de la rapidez. Si bien nunca se pusieron de acuerdo, disfrutaban mucho de comparar sus diferentes formas de vivir. Al bañarse en la misma y salina espuma, compartían los secretos del agua, de la que ambos extraían sus alimentos.
Al cangrejo, siempre nervioso, de aquí para allá, de arriba abajo, le pesaban sus pinzas que poco hacían para reducir la constante inquietud que le producía su debilidad interna. El caracol, en cambio, no hacía más que hablar de su casa, de la calidez de su exoesqueleto, de los adornos de su concha que imitaban el curso elíptico de las estrellas.
La amistad es una especie de injerto exógeno: una parte nuestra la hemos concedido a otro y una parte del otro nos ha sido concedida, sin que para ello debamos apelar a las —con frecuencia— cruentas operaciones del amor. La amistad es una zona tácita, un murmullo simultáneo, un tesoro sin monedas, un valor sin precio.
El caracol y el cangrejo eran tan amigos que, viendo aquel que la muerte estaba próxima, le dijo a su inquieto amigo:
— Cuando mi carne se marchite y diluya, te dejaré mi casa en herencia. Así, sabrás que lo lento acelera lo interior, mientras que lo rápido lo refrena.
Murió el caracol a pocos pasos de la cueva de su amigo, el cangrejo. Pero, por respeto al muerto, tardó un tiempo en introducirse en la concha heredada. Cuando lo hizo, sintió que la oscuridad era amable y grata; y que allí adentro, intacta, estaba aún la mente sabia de su amigo.
Poco a poco, en soliloquios a los que asistía el recuerdo constante del caracol, fue comprendiendo que la lentitud es el privilegio denso de la resina, la suerte del calcio, la gracia de la noche cuando desgrana sus planetas y meteoros.
Meses después, un atardecer hizo coincidir una puesta de sol con el retiro interior del cangrejo. Entonces, por primera vez, oyó la voz infantil del mar: era como un suspiro que repetía el revés del oleaje, como un murmullo que le hacía pensar en la piel suave y vulnerable del mar.
Con el tiempo, platicando con algunos de sus familiares, los convenció de que adoptaran las conchas de otros tantos caracoles muertos y, mejor aún, logró convencerse a sí mismo de que no por deambular de aquí para allá se llega a parte alguna.
Poco antes de marcharse al otro mundo, soñó que su amigo, el caracol, le decía:
— Replegarse sobre sí, es desplegarse sobre el Universo. La sombra humilde prescinde de los límites que el orgullo de la luz proclama.
— Por lo tanto —continuó el caracol—, si has hecho de mi casa tu casa, abraza en la muerte nuestro común domicilio.
Tomado del libro Fábulas de Mario Satz ″La cola del pavo real″, año 2000, Editorial Kairos